Hubo un tiempo en que estuve aún más
perdido. Diezmadas mis fuerzas por ese ser abyecto que habíase instalado en un
rincón oscuro de mi alma, no podía más que atesorar algún futuro venturoso en
un universo paralelo. Tan lejano sin embargo se me hacía que no tenía más
remedio que inmovilizar mis recursos para entregárselos a la bestia líquida y
sulfurosa que me tenía prisionero.
Era un ente de la más maligna
composición. No tenía ni bondad ni lástima y sin embargo buscaba despertar la
compasión hacia su causa utilizando cuanto ardid tuviese a su mano. No podría
indicar de que color era, aunque hay algo en su refulgir que bordeaba lo
verdoso. Ojos tenía y eran amargos. Boca de lengua bífida y cargada de veneno.
Oídos mal ajustados, ocultos dentro de orejas puntiagudas que le daban un
aspecto aún más siniestro. Solía babear un líquido espeso y violáceo cuando
tenía hambre y eso era casi siempre. Se alimentaba de la rabia y la desgracia y
por ello las fomentaba. Tenía la habilidad de destruir cualquier vínculo con el
exterior que se me pudiera interponer y que acaso debilitara mi atención
cautiva que como un hechizo había inyectado en mi corazón aquella alimaña
desangelada y fría.
El ente me pedía a toda hora y en todo
lugar lo más sagrado y único que acaso mi existencia pudiera entregar y eso era
mi absoluta complicidad con sus propósitos. Un pacto secreto firmado en el
cielo de las profundidades, el lugar en el que la sangre es usada como el único
sello válido y la palabra carece de vigor.
Era suyo. La entidad lo repetía a través
de mis propios juramentos que por supuesto que no eran míos sino apenas la
tergiversada forma de servir de ejecutor parlante de algo que era esencialmente
ajeno a mi identidad real. Estaba poseído.
Lo supe un poco tarde, y la presión que
ejercía aquella figura sin forma definida, perdida entre la espesura de las
complejidades y vericuetos del alma hacían que me embotara en una trampa que
consistía en un doble eje de energías cruzadas; por un lado había cedido mi
poder a cambio de un imposible avistamiento de realidades paralelas y por otro
parecía disfrutar con mi sometimiento en alguna lúgubre estela de masoquismo
crepuscular.
Era pobre y desgraciado y me sentía
oprimido e infeliz y sin embargo defendí con todas mis posibilidades mi
condición de alma atormentada como si salir de ello supusiera algo peor que la
muerte. ¿Y acaso que podría ser peor que estar sin vida en un cuerpo animado
siendo el alimento de una otredad enferma de vacío? Pues bien, ésa era la
pregunta central que en algún momento acaso salvó mi alma de ser eternamente
devorada. Una luz que como un rayo provino del cielo de los dubitativos y que
en general conspiraba en mi contra me puso un día en alerta. Supe por una
mezcla de intuición y raro razonamiento invertido que me fin estaba próximo y
que no consistía en la aniquilación sino en una absorción lenta de mi vitalidad
que podría durar mil años. Comencé a leer sobre la posibilidad –acaso remota-
de que aquello que se aparecía ante mis ojos como mis máximas vinculaciones con
la verdad fuesen solo una maniquea forma de aparentar una vida real y que en la
fuerza de las opiniones vertidas a lo largo de mi historia solo constituyeran
un viaje arbitrario por las zonas infértiles de la mente.
Me consideraba hasta ese día una persona
inteligente y porque no creativa y hasta audaz. Creí haber superado los
prejuicios de la normalidad humana para remontarme a lugares inexplorados de la
existencia y desde allí declamar mis ideas con la serenidad de los convencidos.
Y fue ahí cuando me percaté de mi error. Me había convertido en un fanático. Un
ciego con ojos. Un locuaz intérprete de la mentira. Había cercenado mi
verdadero Ser y lo había convertido en esclavo de mis ambiciones y le había
dado acceso al pánico de la existencia por encima de la calma de todo lo que no
es mutable.
Así fue que la bestia enroscada se
apoderó de mi aliento. Subyugó mi corazón y me inflamó con hiel. Me hizo creer
que me salvaría y de a poco, como un engendro que crecía en mi interior, creció
hasta ser más larga que mi sombra al atardecer. Tenía una especie de columna
vertebral blanda y cartilaginosa, sus miembros poseían una transparencia que
solo mostraba la falta del músculo esencial de la vida. Su cerebro se había
fusionado con el mío y yo, pequeño humano olvidado de mí mismo, no podía ya
separar uno del otro.
Había crecido en mi interior como una
alimaña hambrienta y voraz hasta carcomerme los huesos y los jugos de la
existencia. Me hicieron ser débil y aparentar miles de cosas que nunca fui. Me
convirtieron en una figura a la que yo
mismo percibía hostil y agresiva. Era líquido cuando debía ser sólido y ni mis
ayunos y abstinencias me habían podido curar de aquel mal injertado en mi médula
espinal.
Había capturado acaso la mayor parte de
mi existencia para hacerla su alimento y mi cuerpo se convirtió en la sala
nupcial de sus pulsiones.
Fui así, un engendro híbrido, hijo del
cielo y de un pesado campo infernal. Viví aplastado por su peso inexpresivo y
mal oliente, su asquerosa cola que como un látigo agitaba sobre mis sueños.
Dormía solo con el afán de aquietar mis mente y olvidar por un instante el
dominio que ejercía sobre mí.
Hasta que un día desperté y lo vi con tal
claridad que mis ojos se convirtieron en estrellas azulinas y ese momento fue
el comienzo de un viaje que hasta el momento no sé a donde conduce.
RAYMUNDO CHEVAL, 1973 “LOS ARCOS DE LA
ETERNIDAD” (Ed. Saffa & Jones)