Como un río largo y sinuoso, la vida se
escapaba sin poder retomar los hábitos. No moríamos, no podíamos morir, éramos
inmortales. Ese fue el suplicio. Habíamos sido castigados por nuestra afrenta.
Cuando insultamos al destino y nos opusimos a sus designios confrontamos con
algo más que los dioses. Fue un insulto a sus creadores. Los llamábamos los
Archidioses y en realidad no estábamos interesados en entrar en su rango de
acción. Al contrario, ocultarse había sido siempre la estrategia y una buena
idea. Pero fuimos tontos. Compramos nuestras propias alucinaciones y
descargamos nuestra ira en nuestros dioses con el poder que habíamos adquirido.
La conquista del núcleo efímero había constelado las energías del mundo sideral
y con ello nuestro poder fue inmenso. Decidimos ser libres. Anárquicamente nos
subimos al pony de la discordia y rebatimos los argumentos de nuestros
creadores, desafiamos sus órdenes y hasta matamos algunos. Fue sangriento.
Terrible espectáculo ver a los padres de la creación degollados en las terrazas
de los templos que alguna vez fueran su hogar. En las piscinas turquesas
flotaban aún los cuerpos hinchados de los que fueran inmortales hasta hace tan
poco. Descubrimos que el secreto de sus larguísimas vidas residía en que
creamos en ellos. Nuestra veneración los hacía fuertes y nuestra admiración
vanidosos. Por ello cayeron. El día que comprendimos que lo nuestro no era amor
sino susto. Un miedo por lo que vendría y lo que había sido, la espera del
perdón y la redención por la oración continua. Todo era falso. Un fraude
planetario. Apenas eran unos seres manipuladores y débiles, anclados a la
tierra por orden de sus propios creadores como parte de un plan más amplio.
Fuimos felices honrando a nuestros dioses
mientras duró la ilusión. Mirábamos a la montaña que era su hogar, tan cubierta
de nubes y tan cerca de las estrellas que de verdad pensábamos que ellos mismos
eran como soles. Sentíamos una adoración que excedía toda razón. Dispuestos a
morir por sus causas y a sacrificar a nuestros hijos si lo pidieran (y lo
hacían) y a morir en los campos de batalla o en el barro de los aludes mientras
sonrientes y agradecidos nos entregábamos a la cosecha final. No parecía haber
razón para que algo cambie. Pero un día llegó Morzzo, un niño con ojos rasgados
y grises, un pastor de renos. Habíamos oído que existían semejantes razas en
los confines de Oriente pero nunca nos interesó conocer más allá de los ríos
que nos separaban del resto del mundo.
Morzzo llegó montado en un grandioso reno
blanco. A un costado caminaba, sereno, un lobo gris. A unos cientos de metros
en el cielo volaba una águila dejando una estela en el corazón de todos
nosotros. El niño se detuvo frente a nosotros y nos habló sin palabras. Cerró
los ojos con fuerza y levantó su mano izquierda. Todos vimos lo mismo y
sentimos al unísono un llamado a la independencia y un fuego virulento se
apoderó de cada célula del cuerpo. Queríamos matar. Guerra a la guerra y lanzas
en las gargantas. Corrimos todos hacia las montañas que hasta ese día parecían
inexpugnables y nos resultaban tan sacras. El pueblo entero se arrojó sobre los
sendero con las armas que podía juntar en un arrojo que nunca antes habíamos
tenido. Fue un momento púrpura. Un llamado que se alimentaba de la mirada
atenta y la sonrisa serena del niño de los ojos grises.
Cuando llegamos a los portales inmensos
hechos de hielo negro en los enclaves de los riscos más altos ellos nos estaban
esperando. Tenían su propio ejército y sus escudos resplandecían, su cascos
tenían forma de cabezas de dragón y sus espadas eran del metal más puro. Eran
cientos y no parecían tener miedo. Avanzaron de bloque y descargaron una
andanada de flechas que nos tomaron por sorpresa. Los arqueros de los dioses
eran certeros y muchos de los nuestros murieron atravesados de lado a lado. Sin
embargo estábamos tan convencidos que aquello no nos detuvo. Morzzo se puso en
el medio montado con la paz de quien se encuentra de paseo. Levantó una mano y
una cortina de niebla se situó frente a nosotros y no pudimos ver más nada.
Tampoco había sonidos. Solo blanco y silencio. Sacó un pañuelo de seda y lo
desplegó sobre su mano con la lentitud de quien tiene todo el tiempo por
delante. Adentro había un cristal verde brillante como una esmeralda. Contenía
unos puntos negros y plata que se movían incesantemente formando extrañas
figuras. Morzzo nos habló directamente a nuestras mentes y nos comunicó que
aquello era una fuerza tan grande que no podrían con nosotros y lo llamó “el
núcleo efímero”. Sobre el piso yacían
los cuerpos de nuestros compañeros muertos hacía solo unos instantes. Cuando
Morzzo levantó la piedra verde, los muertos dejaron de estarlo. Se levantaron
del piso y sonrieron. Sus heridas se curaron al instante y como animales
liberados de una jaula cruzaron el manto de nubes y se internaron en el mundo
de los dioses. No pudimos oír más nada hasta que se disipó la niebla por orden
del niño y vimos que nuestros enemigos, que hace una horas eran nuestros amos,
dioses adorados y padres de nuestra raza, habían muerto, todos ellos.
Fue una masacre. Nuestros muertos
renacidos los descuartizaron y sus partes fueron ensartadas en los mástiles de
sus propias banderas. Un espectáculo nauseabundo y triste. Habíamos matado a
nuestros padres. Éramos huérfanos de la creación.
Desde el cielo llegó un ser de luz
espectral. Su presencia quemó nuestros ojos pero su aroma a néctar de flores
disipó el olor a muerte del lugar. Morzzo saludó y se retiró cabalgando sobre
su reno hacia las estrellas por los aires nubosos del atardecer.
El ser dijo que era solo un mensajero de
los Archidioses. Ellos habían estado observándolo todo y ahora, en vista de que
habíamos hecho una matanza con su creación y que no quedaba nada de sus hijos,
nos ofrecían el lugar que acabábamos de eliminar en nuestra rebeldía y locura.
No era una oferta tampoco, era una orden. Ahora nos tocaría gobernar desde las
alturas y crear una raza de hijos en la Tierra que nos adoraran como dioses.
Nos hicieron inmortales en el acto. No fuimos consultados y de poco habría servido.
Nos dieron otro don, el de ver el futuro. Pudimos ver en un instante como
iniciaríamos una ciclo hermoso de vida en el mundo y vimos también que nuestro
pueblo creado se alzaría contra nosotros dentro de diez mil años. Vimos nuestra
propia matanza y la matanza que les harían sus propios hijos en un ciclo
infinito. Supimos también que nuestros padres también lo habían visto y que una
vez llegaron hasta allí, rebelándose contra sus propios creadores. Morzzo era
solo una ilusión, una broma de los Archidioses, un espíritu inexistente que por
su propia extraña apariencia había seducido por orden éstos a cuanto pueblo
viviera.
Comprendimos todo y debemos vivir con
esto hasta que dentro de un largo tiempo nos masacren. Por más terrible que
suene el último entendimiento fue que incluso nuestro final sería solo un acto
de piedad. Los Archidioses eran crueles pero escondían la debilidad de la culpa
y por ello, cada diez mil años liberaban a sus torturadas almas y las
abandonaban a su suerte.
Nos hicieron saber que un día volvería
Morzzo y miles de renos blancos nos llevarían a la morada donde ellos vivían y
que allí, habiendo pagado por nuestra existencia viviríamos por siempre
bendecidos.
LOGAN SISKÖRTH, 2015 “CUENTOS DE LOS
VIAJES A LOS GÁFAGOS” (Ed. Xilton Sedler & Wiramur Cästler Inc.)