Sentinelas
híbridos guardaban las costas del Mar Agrio. Sus armas eran de hiedra y hierro,
gemas turquesa y miel líquida. Desde lo alto del puente por donde cruzaban
miles de personas por día se podía ver sus siluetas recortarse contra el la
vieja estación de tren. Los llamaban “Zazensi” y su presencia se había vuelto
natural para los locales. Cuando llegaba algún barco hacia el puerto sus
tripulantes hacían un signo con los dedos frente al rostro para demostrar su
respeto. Un nonagenario que vendía uvas frente al atracadero observaba las
gaviotas azules girar alrededor de una gran red con frescos peces y cada tanto
les arrojaba pan humedecido en leche. Cada quien se ocupaba de su asuntos y
rara vez alguien alcanzaba a sorprenderse por lo que ocurría en el mágico
puerto de Amidazal. Los centinelas eran ocho, de diferentes colores y formas.
Frente a la entrada principal se encontraba Albo, el protector de las damas y
tenía en su frente una corona con gemas de aguamarina. Se le honraba con
ofrendas de sal y vino. Observando con fijeza hacia el poniente se encontraba
Taros, el guardián de los niños y a él se ofrecían perfumes de coco y vainilla.
Al este y al oeste se hallaban los gemelos Zusin y Sinzu cuya función era
repeler cualquier ataque que llegara de las nubes. En el medio de la ciudadela
se encontraban A, N, E y P, los cuatro sin
nombres cuya misión consistía en mantener funcionando al viento, la lluvia,
las mareas y los truenos. En la madrugada del seis de agosto una nave espacial
bajó lentamente por entre las nubes.
Nadie se
sorprendió, ocurría todos los jueves. Traían regalos como armas para los
centinelas a cambio de chocolate y dulces de frambuesa y mosqueta. Un trato
justo
Los enemigos
eran los otros, los dioses. La alianza había funcionado bien durante lustros. Extraterrestres
y humanos unidos contra los creadores.
LILIANA AMERIS, 1980 "RELATOS DE CIUDADES EXTRAÑAS", Ed. Kurt Monnen Ltd.