Era ciertamente empalagoso. El enjambre permanente de elogios claramente inmerecidos hacia mi persona tornaba la situación en una comedia mal escrita y peor actuada. Llegué a pensar que era una parodia urdida en mi contra como forma de venganza por algún despido del que fui parte o quizás una treta de un enemigo para confundirme. Mi segunda exesposa me tildó a menudo de ególatra y ciertamente tenía razón por lo que sospeché incluso de una broma gastada entre mis parejas pasadas para hacerme sentir un perfecto imbécil. Sin embargo algo olía aún más extraño a medida que avanzaba la interacción con este personaje de bigotes rubios y cabellera renegrida. Su traje a rayas lo hacía más cercano a un músico de orquesta de twist que un abogado y algo me decía que jamás había pisado una escuela de leyes. Retroactivamente recuerdo otros individuos con estos modales pero o bien eran sirvientes de casa de millonarios o actores empobrecidos buscando empleo. Que ingenuo fui. Cuanto pensamiento vano, que obtusa mi percepción. Cuando el extraño sacó de su bolsillo una serpiente anaranjada y me la arrojó sobre el rostro no pude siquiera esquivarlo. De pronto un ardor tremendo en el cuello me hizo ponerme de cuclillas solo para sentir su rodilla en mi frente y luego del espasmo un hilo de sangre corriera por mis mejillas. El hombre no para de patearme el rostro y yo me encontraba paralizado por la mordida sagaz del reptil amaestrado que traía el extraño. Las nubes se me hacían pesadas y sentía como si el piso fuera de gomaespuma húmeda. Los huesos se sentían como de goma y mis ojos inyectados en sangre apenas podían enfocar un objeto mientras mis oídos percibían un zumbido como de cien mil abejas.
Cuando desperté, vaya a saber cuantas horas más tarde, me encontraba solo en medio de un desierto totalmente desconocido. Comencé a moverme e intentar recordar lo acontecido. ¿Quién era ese extraño hombre con una serpiente de mascota? ¿Porqué me aporreó con tal violencia? ¿Alguien acaso lo vio e intentó detenerlo? ¿Habrá sido una pesadilla? Nada hacía sentido. No me habían robado y mis órganos se encontraban intactos. Por un momento pensé que había sido secuestrado pero me movía libremente y de a poco me puse de pie. Me encontraba en medio de un espacio que parecía infinito. Arena blancuzca y nada más que unos cuervos sobrevolando el espacio eran todo lo que alcancé a percibir. De pronto se abrió una puerta de la mismísima nada. Como si hubiesen cortado un telón y del cielo azul se desprendiera una hilacha y por detrás salió mi muy poco amable interlocutor. Esta vez no llevaba el traje a rayas negras sino jeans y una capucha negra. En su mano traía un mandoble que debía pesar unos cuarenta kilos. La espada medía casi un metro y medio y no parecía pesarle. Sonrió. Fue lo peor que pudo hacer; sus dientes amarillentos y mal formados le daban un aspecto tenebroso. Sus ojos no eran exactamente ojos sino dos puntos negros hundidos en la frente. La lengua le colgaba y sus bigotes eran del todo ridículos en ese contexto poco agraciado de rasgos mal diseñados. Se acercó sin disimulo e intentó golpearme. Esta vez pude hacerme a un lado y la bestia de acero golpeó contra el piso de arena. Una y otra vez arremetía contra mi cuerpo y no se ni siquiera como alcancé a esquivar sus embistes. Tomé coraje y le arrojé arena en el rostro esperando confundirlo pero esto solo lo cebó aún más. Chifló con tal fuerza que casi me estallaron los oídos y a su llamado acudieron los cuervos. Estiró los brazos hacia los costados y se posaron unos trece cuervos de mano a mano pasando por la cabeza. Era como un espantapájaros sádico que me miraba con sed de sangre y muerte. Me di vuelta para correr y allí lo vi nuevamente. Giré hacia mi derecha y otra vez estaba frente a mí. Miré al cielo despejado y ardiente y lo vi flotando con los brazos en cruz y los cuervos impertérritos clavando sobre mis sus ojos muertos. Cerré los ojos con la esperanza de que al abrirlos todo desapareciera pero no solo no fue así, sino que al abrirlos estaban aún más cerca. Tomé fuerzas e intenté atacar con un puñetazo que se perdió en el éter como si nunca me hubiese movido. Los dientes me castañeaban y respiración agitada consumía todo el oxígeno que podía para mantenerme vivo. Del piso comenzaron a salir unas plantas a una velocidad horripilante y se enredaron en mis piernas hasta dejarme paralizado. Como raíces endemoniadas me tiraban hacia abajo como si la arena fuese líquida. Me hundí hasta la mitad del torso y cuando creí que me ahogaba del todo sentí un golpe en la cabeza como si rebotara contra cemento. Cuando desperté estaba aún en el estacionamiento del centro de compras en donde un hombre de bigotes desproporcionados intentaba venderme un seguro diciéndome que yo era el ser más perfecto del mundo. Dudé. Me miré de reojo en una vidriera y allí estaba yo totalmente normal, sin marcas ni manchas de sangre, parado frente a un individuo que vestía un traja a rayas. El hombre me acercó un contrato. Mi firma ya estaba estampada. Lo miré incrédulo pero él solo sonreía. Leí los términos y cuando levanté la cabeza el tipo ya no estaba. Sobre el piso había granos de maíz y un olor nauseabundo se apoderó del lugar. Caminé unos metros hacia mi coche y apoyé el contrato sobre el capot. Intenté leer pero estaba en un idioma cuyos caracteres no conozco, quizás fuese un dialecto indio, no lo sabía. Cuando me desperté en mi cuarto mi mujer me dijo que teníamos una visita inesperada y que debía vestirme. Cuando llegué al living, sentado en mi sillón estaba el tipo del traje gris con un puñal en la mano y sangre chorreando de su mano. Pegué un grito pero se me atoró en la garganta. Mi mujer se reía frenética y en su mano traía una pata de algún animal muerto.

STANISLAV MIRKIN, 2002 “TOTENHAUS” (Ed. Kranevitter Ltd.)


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