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La sensación era que las aspas de aquellos molinos estaban afiladas como navajas finlandesas. Giraban a gran velocidad movidas por el viento sirio y en su furioso rodar a miles de kilómetros por hora parecían cortar el escaso aire en partículas pequeñas y delicadas como esquirlas de metal pulido. Entre el fuego la memoria de los presentes se hacía borrosa. Las llamas ascendían en círculos crepitando y desgarrando la humareda verdosa y púrpura espectral. Era un fuego vivo que revivía viejas heridas, punzantes olvidos guardados en el pasado del olvido. Cada flama era como una inyección en las córneas, un alumbramiento doloroso a la luz del momento y a la lúcida percepción de la frontera de los elementos, el límite material que separa para dejar espacio al necesario resplandor adyacente que hace de invisible colchón entre los seres y los objetos. Al crecer aquella fogata arremolinada y salvaje, buscando su alianza con las estrellas para volver a ser uno con la esencia de sí mismo, de...