Esta es la historia del final de todo, la vida y obra de Ágora, la enviada.
De pequeña sonreía y las nubes se disipaban, lloraba y había tormenta. Un
día tuvo un berrinche y se incendió un bosque. Cuando sus padres la llevaron a
revisar al médico y le contaron estas cosas, con una ignorancia tan amplia como
el campo en donde atendía les recomendó ver a un exorcista. Los Fallner
efectivamente se dirigieron a la iglesia de St. Johnson para hablar con el
párroco que por poco no los echa a patadas diciendo que no se debía molestar a
un servidor del Señor con estupideces crédulas, a la hora de la siesta.
El nombre de la niña era Ágora y ni siquiera sus padres sabían porque se lo
habían puesto. De pequeña con solo dos años logró detener una plaga de
langostas que asolaba a la granja. Frente a sus padres le hizo una seña con el
dedo a una y todas al unísono se retiraron. En la casa mamá Fallner no tenía
que hacer el aseo ya que un ejército de duendes se encargaba de las tareas
domésticas. En una ocasión en la que llovió sin parar por dos semanas los
padres le rogaron a su hija que hiciera parar el agua pero ella movió la cabeza
en señal de absoluta negativa. Al tiempo se abrió un canal de riego natural
inesperado y fue la mejor cosecha de la década. Ágora no hablaba, no se sabía
si era muda o si sencillamente no quería hacerlo. Su padre intentó enseñarle a
vocalizar pero ella solo sonreía y negaba con la cabeza.
Luego de que el cura los echara de la iglesia y que en la escuela la rechazaran
por negarse a entablar diálogo alguno llevaron el caso a una vieja curandera
posiblemente gitana que vivía en las cercanías. Doña Julia atendía en una choza
de adobe y paja. Era ciega y el lugar estaba cubierto de hierbas, velas, una
lagartija enorme y varios sapos. En completa oscuridad la anciana de la cual no
se sabía ni origen ni edad, hablaba en una jerga casi incomprensible. Apenas
Ágora entró la anciana se quedó helada. Comenzó a temblar y al comienzo se
negaba si quiera a escuchar a los preocupados padres. Una vez que se calmó,
tomó un sorbo de algo parecido a un té de olor fétido y habló con una voz que
parecía de un ángel. Les dijo que la niña no era tal. Que era un alma vieja,
muy anciana con más de quince mil años vagando por las estrellas, buscando un
sitio en donde realizar una tarea en particular: la destrucción de todos los
mundos. Los Fallner se indignaron y se retiraron sin siquiera pagar los seis
dólares que cobraba la consulta. La vieja los insultó ahora con su voz cascada
y chillona.
Ágora caminaba delante de sus padres y de pronto desapareció. Desesperados
buscaban y la llamaban. Apareció muy divertida detrás de ellos con una flor en
la mano para su madre. Sonreía. Pero Laura Fallner sintió miedo. Sus ojos eran
gélidos, su sonrisa demasiado perfecta. Fue solo un instante pero se le grabó
en el alma. Después de todo ella sabía algo que ni siquiera su marido conocía. La
niña había nacido un día que su padre no se hallaba en el pueblo. Ella siempre
le había dicho que fue un parto natural, en el patio con una partera de oficio.
Él nunca preguntó más, no quería los detalles biológicos ni saber del dolor y
los gritos. Lo cierto es que el día en que sintió las contracciones se levantó
para dirigirse al centro médico pero no pasó del jardín. Apenas pisó el pasto
se acostó y la niña nació. Hasta aquí no habría nada extraño más que la
incomodidad de la soledad pero lo que realmente había sucedido es que la niña
salió del vientre de su madre a través de la panza. Literalmente se fue
materializando de adentro hacia fuera como quien atravesara una pared. La madre
vio como la pequeña traspasaba la barrera biológica de la piel y la carne para
de repente estar encima de ella. Nunca dijo nada. Pensó, no sin cierto sentido
común, que la tomarían por loca y prefirió inventar la historia de la partera.
Más adelante se sucedieron una serie de hechos tan extraños como imposibles
de transmitir. Algunos lo vivían juntos, otros en cambio le sucedían al padre o
la madre y ninguno le contaba al otro, como quien guarda un secreto entre
vergonzoso y peligroso.
Un día papá Conrad la llevó de paseo y se levantó un viento tan fuerte que
apenas podían avanzar. En el intento de caminar, él soltó a la niña que salió
volando por los aires hasta una altura en la que ya no se la veía. En pánico y
a los gritos la llamó hasta que ella volvió, montada en una urraca negra como
el carbón. Nunca le contó a su mujer.
La niña amaba correr descalza. Un día giró sobre sí misma varias veces y se
creó un remolino que se transformó en un tornado que al rato arrasó con varios
pueblos. Ambos padres guardaban celoso silencio sobre las travesuras de la
niña. Sin embargo, Ágora parecía tener buen corazón. Ayudaba en la casa tanto
dando órdenes con gestos a los duendes que solo ella veía como en la cocina y hasta
gustaba de afilar los cuchillos y las guadañas que había en el granero.
Cuando los padres fallecieron en un accidente en el molino, la niña fue a
parar a lo de unos tíos lejanos. Estos jamás la quisieron y la llevaron a un
orfanato vecino.
Muchos años más tarde unos periodistas fueron a relevar el caso del
orfanato incendiado y la encontraron sola con quince años, sentada en la
entrada en medio de los escombros con la cara tiznada. Las docenas de niños
muertos sumado a todas las institutrices y enfermeras que fueron encontradas
decapitadas daban un aspecto lúgubre y siniestro al lugar.
La niña fue trasladada a unas dependencias del gobierno donde fue alojada
temporalmente mientras le buscaba parientes.
Una tarde en la sala de lectura dos oficiales borrachos intentaron propasarse
con la ahora joven Ágora y fueron encontrados sin sus miembros viriles y en
lugar de ojos había dos huecos en el cráneo y sin párpados. Nunca nadie supo lo
que había pasado y mucho menos pensaron en asociar a la joven con el asunto. Se
resolvió con la búsqueda de un asesino serial en la zona.
Fue una cámara que registraba la entrada y salida de los presentes la que
mostró tiempo más tarde a la joven con los ojos cerrados y las manos juntas,
concentrada mientras los oficiales volaban a su alrededor girando como en un
torbellino mientras sus cuerpos se deshacían en el aire.
Cuando fueron a buscar a la joven, ésta se había escapado.
Ágora corrió con miedo por un campo y se metió de lleno en una laguna entre
llantos ahogados. Cuando salió al rato su cabello rubio era renegrido y sus
ojos grises eran ahora verdes. Sus rasgos habían cambiado y era aún más alta
que cinco minutos antes. Caminó sin prisa hasta una joven pareja que jugaba a
estar enamorada y con un movimiento de la mano les retorció el cuello hasta que
se ahogaron. Tomó el vestido verde agua de la chica y se fue caminando sin
rumbo aparente.
Cuando la puerta se abrió la gitana entró en pánico. No podía verla pero
sabía muy bien quien estaba allí. Sus mascotas y alimañas salieron corriendo.
Una vez más esa extraña voz angelical brotó de su garganta pero esta vez dirigiéndose
a la joven. Le dijo que ya era hora, que debía comenzar con lo propuesto, que
el tiempo del castigo final había comenzado. Luego el silencio y después de eso
Doña Juila cayó al piso ahogada en su propia saliva.
Cuando salió de la casucha ésta se incendió y el humo parecía abrir un
hueco en el cielo.
Con cada paso que daba un temblor nacía en alguna parte del mundo y su
respiración exhalaba un aire tan caliente que podía quemar un bosque. A su alrededor
las plantas morían y hasta se convertían en ceniza y los animales aparecían desollados
y sin dientes a su paso. Ella solo sonreía. Su rostro se hizo horrible y
azulado. Sus manos eran garras con cientos de dedos largos y nudosos. Creció
hasta ser más alta que las montañas. El mundo se oscureció y ella vomitó una
lava verde que cubrió al planeta entero. No hubo sobrevivientes y toda vida
quedó eclipsada. Salió volando hacia un nuevo planeta para derruir y Dios la
recibió en vida como su soplo oscuro, la porción demoníaca de su totalidad.
LUDMILA VALLEJOS, 1971 “UN DIOS INSONDABLE” (Ed. Carracedo, Justo & Záfila)