Se trataba del canje. Algunos lo llamaban negocio recíproco y otros simplemente se referían al hecho de trocar objetos como un acto de cortesía igualitaria. Lo cierto era que en aquel pueblo el intercambio de bienes era considerado una obligación social, una forma de pertenencia al grupo y un acto de etiqueta que distinguía a sus habitantes de todos sus vecinos a los que consideraban poco amables y hasta brutales. La pequeña comarca se hallaba enclavada en la montaña rodeada de pinos y abetos con aroma carne asada y frutas cítricas. Sus habitantes eran alegres y colaborativos, en extremo amables pero también recelosos y dados a la ofensa fácil. El contacto con otras gentes era mínimo y se limitaba a la necesidad de obtener materias primas que allí no existían. Esos intercambios se realizaban en una suerte de plaza de adoquines que se encontraba del lado interno de la primera muralla y antes de la segunda. Alfombras y aceites, frutos secos y géneros, barriletes y sombrillas eran algunas de las cosas que ingresaban y salían del lugar. Como no manejaban ninguna clase de dinero ni existían promesas de pago, quien traía algo para vender debía conformarse con llevarse algo de valor similar, cosa que por otro lado era difícil de determinar. Una ardilla viva, un juego de platos hechos a mano con barro rosado, una jaula con pericos o alguna canción interpretada con laúd podía ser parte del trato. Los más viejos, con más experiencia sabían que al extranjero no le interesaban en absoluto la mayoría de lo que allí se ofrecía y era exactamente aquello lo que les daba la ventaja. Los viajeros debían cruzar el puente que atravesaba el río y que los guardias del pueblo controlaban y las reglas de cortesía exigían realizar alguna clase de comercio como símbolo de amistad y paz. El viajero invariablemente traía lo que estaba en su naturaleza ofrecer y podían ser cosas de gran valor como especias o seda y a cambio se llevaban una actuación de una niña, un montón de tierra en una vasija o un compendio de elogios escritos en una madera sin valor. Así fue durante muchos años hasta que un día arribó al lugar un forastero de nombre Ekiwaldo, de aspecto extraño, larga cabellera y una cruz torcida tatuada en la frente. Le faltaba un brazo y en el otro traía un hacha de tamaño considerable. Cargaba su espalda con una inmensa mochila medía varios metros de alto y todos se detuvieron a mirarlo entrar. Ekiwaldo paró su marcha, bajó con su mano buena la gran carga y abrió los cierres. De adentro salieron unos pequeños duendes azules y rosas que comenzaron a danzar entre la multitud. Eran varias docenas y cantaban y reían en forma salvaje y eufórica. Las personas del pueblo de a poco se animaron a la fiesta y al rato parecían todos embebidos en el licor de la felicidad arrobadora del frenesí del movimiento. Como hipnotizados por el canto y la danza comenzaron a entregar sus ropas y todo aquello que traían en los bolsillos mientras que Ekiwaldo las recogía y colocaba en la mochila. Bailaron sin cesar hasta el anochecer y cuando el sol se ocultó estaban todos dormidos sobre el piso, incluidos los guardias de las torretas. Los duendes detuvieron su alegre baile, de inmediato se pusieron serios y se metieron uno a uno de nuevo dentro de la mochila. Ekiwaldo cargó su gran equipaje y siguió su camino, cruzó el puente y nunca más fue visto. A la mañana siguiente todos se levantaron con la resaca de una fiesta que nunca alcanzaron a comprender. Cuando en fila y un poco atontados ingresaron por la segunda muralla rumbo a sus hogares quedaron mudos y en blanco. El pueblo había desparecido. No estaba dañado ni había sido saqueado sino que sencillamente no estaba allí. Delante de ellos un inmenso prado y ni siquiera los cimientos ni marca alguna de que alguna vez hubiera habido vida allí. Sus familias no estaban tampoco. Nada. Como en un mal trance corrían de un lado a otro sin sentido ni propósito y apenas podían murmurar cosa alguna. Todo era un inmenso signo de interrogación sin respuesta ni consuelo. Algunos comenzaron a llorar pero al rato se dieron cuenta que no hacía el menor sentido y que se precisaban respuestas. Volvieron pues a la puerta y salieron al patio del mercado y de allí hacia el exterior. Afuera el mismo paisaje de siempre parecía observarlos con sorna. Cuando ya estaban descorazonados y sin esperanzas de comprender lo sucedido vieron llegar a lo lejos a un caminante. Se trataba de un hombre de gran porte con una cruz torcida tatuada en la frente y cargaba una inmensa mochila. Le faltaba un brazo. Se acercó y dijo llamarse Markerio. Los pueblerinos estuvieron a punto de atacarle pero algo los detuvo. El más anciano indagó al recién llegado sobre sus intenciones y éste dijo ser un emisario de Ekiwaldo, su hermano gemelo. Algunos comenzaron a proferir insultos pero éstos se fueron apagando ante la necesidad de saber que había acontecido con sus familiares, amigos y sus bienes. Markerio dijo que se había realizado un canje y que según las cuentas de los elementales, el pueblo debía tanto que era casi imposible cobrarle sin hacerlo desaparecer del todo. Al comienzo se sintieron agredidos e indignados pero luego de un largo murmullo aceptaron escuchar una propuesta. Markerio les hizo saber que todo lo que ellos extrañaban se encontraba en su mochila y que podían recuperarlo si realizaban un sacrificio. El mismo consistía en que cada uno debía cortarse una parte del cuerpo y quemarla en una hoguera comunitaria. No gustó la idea pero se encontraban en la encrucijada de no tener en apariencia opción. Era eso o la pérdida total.
Pidieron un tiempo, se reunieron en grupo y debatieron largamente. Eran hábiles comerciantes detrás de sus modales y su aspecto campesino y tramaron un plan. Se presentaron frente a Markerio y le dijeron que aceptarían sus términos si este firmaba con su sangre que cumpliría su parte del trato. Éste aceptó y tomó una gota de su dedo y dejó constancia con una pluma sobre una piel de oveja. De inmediato y uno tras uno los presentes sacaron cuchillas y alicates y comenzaron a cortarse el cabello y las uñas, los pelos de las piernas y alguno hasta se cortó unas pestañas. Cada quien se amputó alguna pequeña cosa para sacrificar y ser libres. El trato no desagradó a Markerio que los observaba con interés. Todos habían convenido en hacer lo que se les pedía pero también en estafar en el fondo al intruso con una triquiñuela semántica respecto al término amputación. Prendieron un gran fuego y un humo negro voló hacia el cielo. Markerio abrió su mochila y de la misma emergieron como una gran nube todas las personas y los objetos y volvieron a su lugar. En unos instantes y como si nada hubiese sucedido, el pueblo recobró su vida. Markerio se retiró por donde vino y todos festejaron el logro y su audacia para concebir un plan astuto. A los tres días se divisó a lo lejos la figura de Ekiwaldo con su gran mochila acercándose al pueblo. Todos se pusieron en alerta. No querían volver a comerciar con semejante ente extraño. Tomaron las armas y se apertrecharon, cubrieron las entradas y prepararon flechas y catapultas. De pronto el viajero se detuvo y de su mochila sacó a su hermano Markerio que a su vez sacó de la suya a un tercero y éste a un cuarto. En muy poco tiempo había cientos sino miles de hombres con mochilas y cruces torcidas tatuadas en la frente. El anciano del pueblo comprendió entonces que debía negociar. Salió del fuerte y propuso un pacto. A sabiendas de que jamás podrían torcer el ánimo ventajista de los pueblerinos los viajantes decidieron comerse al viejo, ingresar al pueblo, llevarse todo y masacrar a sus habitantes. Así lo hicieron y no quedó ninguno.


PIETR SONNENBAUM, 1999 “CANTARES DE SOLIMONIO” (Ed. Parks & Buster´s Co.)

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